LA DEMOCRACIA COMO ARMA PARA LA DESTRUCCIÓN DE LA MISMA
En el
marco de la histórica caída del muro de Berlín y el consiguiente fin del
comunismo en la ex Unión Soviética, la descolocada y debilitada izquierda de la
región resolvió allá por julio de 1990 concentrar a todos sus partidos y
movimientos (incluyendo a los armados como las FARC y el ELN) en lo que
denominó el “Foro de Sao Paulo”, una reunión convocada nada menos que por el
gobierno cubano y el Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil. El objeto de la citación era
reorganizar el izquierdismo en Iberoamérica, definir nuevas estrategias para la
toma del poder, y prepararse para los venideros tiempos políticos que, signados
por un renovado respeto hacia la flagelada democracia, se avizoraban inexorables.
Lo que
salió de aquél congreso pocos lo saben, pues los informes y las declaraciones
de tinte público han sido reducidos. Empero, lo indudable es que el éxito del
foro fue tal, que desde su nacimiento se han consumado dieciséis reuniones en
más de diez naciones latinoamericanas (la última fue en Argentina), y de su
propio seno han surgido presidentes en países de la región, como el propio Hugo
Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia. Cabe adicionar entre los
mencionados logros de esta suerte de reorganización, los aires de renovación
que oxigenaron al izquierdismo frente a la opinión pública y los mass media, y
la simpatía que generaron, en consecuencia, en desprevenidos sectores de la
sociedad.
¿Cuál
ha sido la clave del éxito? ¿Cuáles son los fundamentos de la estrategia que
los marxistas definieron e implementaron desde la primera reunión a principios
de los `90? La respuesta es más fácil de lo que podría creerse: utilizar la
democracia, para destruir la democracia.
Que la
izquierda marxista haya sido, en términos históricos, metodológicos y
doctrinales, antidemocrática por naturaleza (basta con leer a sus principales
teóricos para confirmarlo) no es una novedad. Valga recordar, en todo caso, que
hasta hace pocas décadas desplegaba sus guerrillas por todo el continente y
activaba bandas terroristas contra gobiernos democráticos con el expreso fin de
derrocarlos (Argentina es una muestra cabal de ello). La lucha armada, a la
sazón, configuraba el método por excelencia de acceso al poder
No
obstante, a raíz de los nuevos lineamientos del Foro de Sao Paulo, hoy el
panorama cambió. El uso de la violencia para acabar desde afuera con el sistema
(que salvo reducidas excepciones fracasó en toda la región) fue reemplazada por
el uso de las instituciones del mismo sistema para carcomerlo desde adentro.
Disfrazarse de demócrata es el único requisito en este sentido, y sobre tales
bases descansa la estrategia izquierdista contemporánea.
Así las
cosas, una vez alcanzado el poder mediante formas legítimas, se procede a
desbaratar el sistema político por el cual el marxista accedió a su mandato.
Para ello se comienza reformando (más precisamente deformando) a las Fuerzas
Armadas y persiguiendo a los componentes castrenses que podrían causar dolor de
cabeza en las próximas fases del proyecto de descomposición. En Venezuela, la
inyección ideológica y el adoctrinamiento al sector militar fue una de las
formas, mientras que en nuestro país la persecución jurídica contra quienes
combatieron al terrorismo en los `70, sumado a la debilitación de la
institución a través de políticas deliberadamente desfavorables impulsadas por
el Ministerio de Defensa, fueron los caminos escogidos.
Acto
seguido, será dable enfrentar y neutralizar otros sectores de la sociedad que
podrían eventualmente reaccionar contra las políticas antidemocráticas que se
proseguirán. Ejemplo de ello es la Iglesia Católica (en Argentina sobran
muestras) y partidos opositores (verbigracia, la llamada “masacre de Pando” en
Bolivia, perpetrada por Evo Morales a los fines de encarcelar oponentes
políticos).
Con
esta situación controlada, el izquierdista centra sus esfuerzos en destruir las
formas republicanas de gobierno y controlar a la postre el Poder Judicial. Así
lo hizo por ejemplo el kirchnerismo en sus primeros tiempos al derrocar jueces
de la Corte Suprema de Justicia que no le eran funcionales, y sustituirlos por
subordinados inmediatos. Para ello no precisó de ningún grupo armado, sino que
fue tan fácil como abusar de “cadena nacional” y amenazar a los magistrados con
iniciarles “juicio político” desde el Congreso (que ya estaba bajo su dominio).
A.L.A.